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Enrique Laviada Cirerol

Para mí, W. Faulkner era un tipo que desentonaba bastante respecto de los autores de su época. Distante de las tertulias y los reflectores, prefería la soledad; no lo pasaba bien en eventos y actos a los que frecuentemente era invitado. Al respecto, dice Javier Marías que su capacidad para abstraerse en la escritura o en la lectura era indudable, a lo que agrega que, al mismo tiempo, solía tener un gran interés por los cheques con los que sus editores pagaban por su trabajo, para pronto gastarlo en caballos, tabaco y whisky. Era un derrochador por excelencia, que nunca negó la relación de su trabajo literario con la determinación de ganar dinero, todo lo que le aleja desde sus inicios, en efecto, de cualquier leyenda cursi relacionada con la abnegación del escritor.
Desde el otoño de 1924, justo cuando inicia su carrera literaria, tiene que completar sus ingresos laborando en una oficina de correos, un empleo del que pronto es despedido debido a su temprana afición por la bebida, acusado de no cumplir con sus deberes. El primer resultado alentador viene con la publicación en 1926 de Soldiers´ Pay, su primera novela, sobre los pesados efectos de la guerra en los combatientes que regresan del frente, abatidos física y moralmente. A partir de entonces, comienza una prolífica carrera que abarca una veintena de grandes novelas como Mosquitos, Santuario, Mientras Agonizo, El ruido y la furia, Luz de agosto, ¡Abasalon, Absalon!, El villorrio, entre las más conocidas, y que representan buena parte de la cultura norteamericana, en especial del sur, y cuya traducción al ámbito literario le llevó a obtener en dos ocasiones el premio Pulitzer y el Nobel de Literatura en 1949, “por su poderosa y artísticamente única contribución a la novela estadounidense moderna.” En contraste, abandonó la escuela apenas llegado al décimo grado, y nunca obtuvo un título académico formal.
Faulkner no parecía interesado en complacer a sus lectores fácilmente. En alguna ocasión le cuestionaron, pues había quienes no podían entender su escritura, aun cuando lo hubieran leído dos o tres veces.
– ¿Qué les sugiere?-, le preguntaron.
– Que lo lean cuatro veces-, respondió.
Entre los frecuentes pasajes de su vida personal se encuentran los de su amor por los animales, en especial por los caballos, ya que era un jinete apasionado y pasaba largas jornadas cabalgando en los bosques cercanos a Oxford. En los registros queda la caída de un caballo en 1959, lo que le causó lesiones de consideración y de las cuales nunca se recuperó del todo. Su vida privada siempre fue reservada y prefería la soledad: “no me interesa lo que piensen de mí, solo quiero que me dejen en paz”, decía.
Entre sus biógrafos existe una conclusión generalizada acerca del vínculo entre sus excesos en el consumo de alcohol y, en mayor o menor medida, la producción de su obra literaria. Si quitásemos el whisky, se ha llegado a decir, es muy probable que no existiera el escritor, ni su obra, ni una personalidad determinada. Así, sin una botella de Old Crow al lado del autor, sería improbable la existencia de El ruido y la furia, Mientras agonizo o ¡Absalón, Absalón!, al menos tal y como hasta ahora podemos leerlas. La botella de licor se convirtió en una especie de musa o compañía indispensable, Faulkner dijo en algún momento: “Verás que suelo escribir de noche. Siempre tengo el whisky a la mano; me vienen a la cabeza muchísimas ideas que no recuerdo por la mañana”, al grado incluso de no recordar lo que escribió. La civilización comienza con la destilación, decía el propio Faulkner en una glorificación casi absoluta de la bebida. A pesar de su habitual estado de embriaguez, solía ser disciplinado y apegado al trabajo hasta culminar sus obras.
Faulkner personificó un estilo literario peculiar, mediante el uso de estructuras complejas y un estilo propio para retratar magistralmente el Sur profundo: el mundo creado por Faulkner, afirma Javier Coy Ferrer, uno de los estudiosos más exhaustivos de su obra desde la Universidad de Salamanca, es un trasunto imaginario de su tierra natal que se convierte en el condado de Yoknapatawpha, como un microcosmos imaginario colmado de hechos y dramas humanos, un lugar donde, sin embargo, las tensiones no son de clase, sino más bien entre clanes familiares; es el clan la forma de unidad básica en el mundo creado por Faulkner. A través de esta ruptura de los clanes, continua Coy Ferrer, el autor ilustra y describe la decadencia del sur tradicional: los Compson, los Sartoris, los McCaslin encarnan las distintas facetas, tradiciones, obsesiones, tragedias, temeridades, dilemas o alegrías que componen el cosmos sureño estadounidense. Faulkner no comparte roles estelares con sus coetáneos de la llamada “generación perdida” (Hemingway, Fitzgerald, Steinbeck) marcada por la desilusión y la carencia de identidad y rumbo, mientras que en la mente de Faulkner está fija una identidad y un claro sentido de pertenencia, lo que constituye toda una veta literaria anglística en si misma.
Me parece ver a W. Faulkner sentado en una silla mecedora, impecablemente vestido de traje y corbata, con su pipa en una mano y, en la otra, su largo trago de “julepe”, preparado con abundante bourbon, azúcar y agua con hielos mezclados con menta en un vaso de metal, durante una tarde cálida de las que pueden disfrutarse o sufrirse a orillas del Mississippi, repasando sus pensamientos una y otra vez sin descanso, y acercase a su mesa de trabajo para luego escribir incansablemente sobre los ideales, la reputación, el legado y las tragedias sureñas que desfallecieron junto con sus viejas plantaciones.
Todo lo que acontece en las intensas narraciones faulknerianas se inserta en una historia personal en la que se mezclan los recuerdos con las invenciones, incluido -desde luego-, su alcoholismo, que transita en su intimidad generacional. Los varones de la familia Faulkner bebieron siempre en exceso y habían sido llevados uno a uno a clínicas dedicadas a desintoxicar a quienes eran víctimas de la enfermedad, desde el coronel William Clark Falkner, su bisabuelo, un acaudalado empresario y político que fue asesinado a tiros en Ripley Mississippi, al término de la Guerra de secesión, y que era un bebedor empedernido, hasta su padre M. Falkner, conocido en Oxford como un borracho “que apenas conseguía llegar a fin de mes”, un tipo mezquino y no pocas veces violento. No sugiero en modo alguno que el alcoholismo del célebre literato fuese genético o meramente imitativo, pero la existencia de una línea sucesiva de alcohólicos en la familia es indudable. Se sabe que Faulkner, por su parte, no fue un borracho estridente ni pendenciero, ni nada que se le parezca. Su talante era sosegado y retraído, y sus biógrafos coinciden en describirlo como un bebedor nocturno y taciturno.
En Santuario, la novela que le acercó al gran público, Horace Benbow, uno de los mejor logrados personajes de Faulkner, dice: “el virginiano nos contó aquella noche durante la cena cómo le habían enseñado a beber a un caballero. Basta con poner un escarabajo pelotero en alcohol para conseguir un escarabajo sagrado; y si se pone en alcohol un hombre de Mississippi, se obtiene un caballero”, lo cual afirma, en medio de cualquier cantidad de atrocidades y enredos. La conclusión no podría ser más evidente.
William Faulkner, el autor de 19 novelas, 100 relatos y célebres guiones cinematográficos, tal vez satisfecho, murió el 6 de julio de 1962 en Byhalia, Misisipi, de un ataque fulminante al corazón, a los 65 años, estando recluido en una institución que atendía enfermos alcohólicos. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de San Pedro, en Oxford, y es donde se encuentra su tumba, hasta la que sus admiradores suelen acudir para dejar ahí flores y botellas de whisky.