Francis Scott Fitzgerald – Morir al otro lado del paraíso

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Francis Scott Fitzgerald – Morir al otro lado del paraíso


Enrique Laviada Cirerol –

Creo que tienen razón quienes afirman que F.S. Fitzgerald escribía pensando en sus lectores y plasmaba lo que el gran público deseaba leer, e incluso vivir, lo que querían recordar o sentir. La escritura se vuelve entonces algo completamente emocional. Regresar a los relatos de Fitzgerald me parece ahora como ver de nuevo una magnífica película, a todo color, sobre los años glamorosos del Jazz, el licor prohibido, las fiestas, la liberación espiritual y sexual que se destapaban con una botella de Champan en 1920, para olvidarse del sufrimiento, pero sin dejar de sentirlo, aunque parezca un contrasentido.  

Fitzgerald bebe sin moderación, vive intensamente y escribe. El oficio de escribir forma parte de las ambiciones del sueño americano que promete el paraíso después de la guerra, la vida divertida y el placer que superan a la muerte ensortijada con la vieja Europa. Hasta allá valía la pena viajar para mostrar al mundo qué tan capaz era Norteamérica de producir riqueza y disfrutarla. Entonces, lo más divertido era llevar la fiesta a Paris. Pero también había que explicar las dos caras de esa felicidad. De ahí que sus escritos tuvieran tanto éxito: más de 120 cuentos cortos, publicados en periódicos y revistas por entregas, en los cuales se ofrecía a los ávidos lectores un reflejo de sus vidas, con todo lo dulce y lo amargo que eso pudiera llegar a ser. Fitzgerald era capaz de relatar la pasión o la ambición más profundas con una sencillez incomparable. La relación del autor con el público podía ser grata en un tiempo, o áspera en otro, e incluso desagradable, pero siempre determinante.

Son pocos los escritores, como F. S. Fitzgerald, que pueden disfrutarse lejos de las complicaciones estéticas o los revuelos teóricos. Él estaba sumido en la vida mundana, en la de los demás y, por reflejo de sus personajes, en la propia. Así es como puede entenderse, por ejemplo, su relación amorosa con Zelda Sayre, la mujer que estaría a su lado durante 20 años, juntos en la ansiedad por el dinero y la fama, entre el amor y los celos, poseídos por el alcohol y la esquizofrenia, pero, al fin, juntos, luciendo su ambición en la Riviera francesa, elegantemente vestidos al abordar autos de lujo. Se podría decir que la belleza de ambos era cautivadora, disfrutar la vida al límite se convertía en un “proceso de demolición” que valía la pena experimentar. Ahí es donde entra su relación con la bebida. Desde que los labios de Scott probaron la ginebra, no pudo dejar de embriagarse, beber sin freno se volvió un propósito irrenunciable. Fitzgerald necesitaba beber para vivir, para disfrutar y sobre todo, para escribir, a pesar de que eso le condenara a la demolición de su propia vida.

Fitzgerald bebía y no podía evitar embriagarse. Dicen que era sensible a los efectos etílicos, es decir, su resistencia era muy baja. Pronto se emborrachaba, a las dos o tres copas ya naufragaba, y de ahí seguían largas jornadas de intoxicación que lo demolían, su carácter se volvía entonces insoportable y era capaz de cometer cualquier clase de estropicios y desfiguros, para al día siguiente pedir perdón y cargar con la culpa y las peores resacas del mundo. La bebida tenía que ocupar un lugar imperial en la vida de sus personajes y en la suya misma. Algunos de sus amigos suelen recordar que el médico con el que consultaba Fitzgerald le advirtió decenas de veces que moriría si no dejaba de beber de manera tan compulsiva. Naturalmente, no hizo el menor caso, y en sus cortos y obligados periodos de abstinencia, cuentan, bebía litros y litros de coca cola, para muy pronto regresar a la botella de ginebra, su favorita.

Scott siempre tenía pretextos o motivos suficientes para regresar a la bebida, tanto como fuera necesario para escribir, y hacerlo bien, a pesar de que ello le llevara a morir. Aunque parezca un contrasentido.  

Su primera novela, Al otro lado del paraíso, publicada en 1920 logró un éxito repentino y llegó a vender más de 45 mil ejemplares en ese año, con lo que obtuvo su pase directo a los ambientes intelectuales. En el libro se narran las peripecias de un hermoso joven estudiante de Princeton (Amory Bline) dispuesto a integrarse al modo de vida fulgurante de ese tiempo: se trata del primer reflejo de sí mismo. En medio del estruendoso éxito de su novela, ya juntos, Scott y Zelda lucían una juventud impresionante, y se habían convertido pronto en íconos de la juventud, auténticos enfants terribles de la época del jazz. Zelda representaría y se trasmitiría a las novelas de Scott con un íntimo vigor, ella era ni más ni menos la imagen viva del nuevo estilo de vida flapper de las mujeres jóvenes que usaban minifaldas, mucho maquillaje y un corte de cabello especialmente corto, y que bebían, fumaban y conducían autos a toda velocidad, es decir, plantadas ante los ojos del mundo como todo un desafío a lo que era socialmente aceptado.

Luego vendría Hermosos y malditos, otra novela esta vez escrita compulsivamente, luego de su matrimonio, y durante la espera de su única hija, en la que puede apreciarse la genialidad de su sencillez literaria al describir la hipocresía de la alta sociedad tradicional, y el tan luminoso cuanto desconcertante sueño americano.

Al poco tiempo, Scott publicaría la novela que es considerada su mejor obra literaria, El Gran Gatsby. De este libro se harían no sé cuántas versiones cinematográficas, la más reciente protagonizada por Tobey Maguire (en el papel de Nick, el joven escritor), Leonardo DiCaprio (como Gatsby, el millonario, personaje central de la obra), y Carey Mulligan (representando a la chica bonita), siempre sumergidos en un remolino de amor imposible, lujos, sueños, decepciones y tragedias. La obra celebra este año un siglo de haber sido escrita y convertirse en un referente de la literatura norteamericana, y que en muchos sentidos sigue despertando el interés de los lectores y múltiples reflexiones acerca de la ambición y el amor desmedidos.

Al final, en el trabajo novelístico del autor encontramos Suave es la noche, la novela que preparaba con ahínco y que nunca logró el éxito esperado. Scott y Zelda tropezaban para entonces uno con el otro, se amaban intensamente pero también tuvieron motivos suficientes para repudiarse, para estar juntos y separarse, para unir sus vidas y romperlas, la demolición terminó por distanciarlos definitivamente: él sumido en el alcohol y ella recluida en un siquiátrico.

F. S. Fitzgerald fue un prolífico escritor de narraciones cortas. Afortunadamente tengo en mis estantes la excelente edición de Cuentos reunidos realizada por Alfaguara que data del 2010, son varios cientos de páginas en las que se puede ir y venir en un flujo constante de personajes e historias, entre las que destacan algunas que son verdaderas joyas de la literatura, como El extraño caso de Benjamin Boton (que amaba Faulkner), de un corte tan cinematográfico como lo es el conjunto de sus obras. Fitzgerald también fue autor de guiones e innumerables textos para la industria de Hollywood, formando parte de sus misterios y leyendas.

Francis Scott Fitzgerald, novelista, cuentista y guionista, nunca superó el alcoholismo. A los 44 años de edad murió creyéndose un fracasado, solo y deprimido en su apartamento de Hollywood en Los Ángeles, el 21 de diciembre de 1940 a causa de un infarto fulminante. Poco tiempo después, el 10 de marzo de 1948, hubo un incendio en el hospital donde se encontraba recluida Zelda, debido a una fuerte recaída causada por su esquizofrenia. Ella estaba encerrada en un cuarto esperando la terapia de electroshok, cuando trágicamente el fuego alcanzó a todos los pisos del hospital, nueve mujeres incluyendo a Zelda, murieron esa fatídica noche.

Su hija, Scottie, escribió lo siguiente sobre su madre y su padre:

“Creo (y hay poca evidencia documental) que, si la gente no está loca, consigue librarse de situaciones locas, por lo que nunca he podido comprender la idea de que fue el alcoholismo de mi padre lo que la llevó al sanatorio. Tampoco creo que ella lo haya llevado a volverse alcohólico”.

Scott y Zelda Fitzgerald yacen juntos, y en su lápida están inscritos a manera de epitafio los dos últimos renglones de El Gran Gatsby:

   “Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.”