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Enrique Laviada Cirerol –
Cuando me dispuse a entrar en el capítulo dedicado a Joyce, mi cómplice en esta serie, G. Chiu, me advirtió con cierta severidad que iba directo a un berenjenal, y así fue en efecto. La huella que yo guardaba del irlandés se reducía a unas cuantas lecturas bastante sueltas, juveniles y aprehensivas de Retrato del artista adolescente y algunos capítulos de Ulises, pero hasta ahí. Es hora de entrar en mayores complicaciones, pensé. Y había que empezar por el prólogo, escrito por Jaques Mercanton (uno de los amigos más cercanos de Joyce), que corresponde a la edición de Ulises que aún conservo entre mis más preciados libros, donde ya se habla de la pedantería del escritor, como si se tratara de un teólogo escolástico o un sabio del renacimiento dedicado con desvelo al estudio de la filosofía, la retórica, la medicina, la botánica o la economía, además en una refinada exploración estética, y todo eso me parece completamente cierto. Muy pronto confirmaría, pues, que ni siquiera los más codiciosos traductores y exegetas de Joyce han salido bien librados de ese berenjenal literario.
La obra de Joyce es un vaivén, según se afirma en diversas fuentes, que va de lo onírico y al enciclopedismo, entre el azar y la asociación calculada de las ideas, de modo que al retomar mi interés por Joyce me siento como en una misión o un desafío dirigido a los intrépidos o aferrados lectores que quieren pasar de Ulises a Finnegans Wake, por lo cual, con la severidad sugerida más arriba, me atengo a la propias palabras de Joyce: “he puesto tantos enigmas y acertijos que la novela mantendrá ocupados a los profesores durante siglos, discutiendo acerca de lo que quise decir, esa es la única forma de asegurarse la inmortalidad”, así lo dijo sin pudor intelectual alguno. De la misma manera como trazaba, también, líneas decisivas en su vida, especialmente a mediados de 1904, cuando conoce a Nora Barnacle “una joven alta de cabellos cobrizos y airoso caminar” de quien quedaría perdidamente enamorado y sería la mujer de su vida, desde entonces y hasta su muerte. Ese 16 de junio sería un día sagrado para Joyce, pues además de cerrar su compromiso con Nora, comenzó a escribir los relatos contenidos en Ulises que también comienzan ese día, en un reflejo literario que une a sus propios personajes con la vida real: de Stephen Dedalus (el joven rebelde) a Leopold Bloom (el marido complaciente) en un alter ego del autor, extrañamente compartido. Cuando Joyce conoció a Nora, una mujer ordinaria que trabajaba como camarera y carecía de preparación, procedió de inmediato a convertirla en parte de su vida y de su obra: no le bastaba con tenerla por amante, necesitaba adorarla como si fuese reina o una diosa, conseguir todo su amor y hacerla perfecta y, sobre todo, le permitiera averiguar que significaba ser mujer. Es decir: la creó y recreó, y junto con ello se recreó a si mismo; la transferencia existencial hacia sus personajes resulta, a la sazón, magistral, lo que se puede constatar cuando aparece Molly, quien se encarga del monólogo eróticamente desinhibido en las últimas cuarenta páginas de Ulises.
Otro de los amigos cercanos, Samuel Beckett, aporta un dato útil para esta serie sobre autores geniales y alcohólicos: Joyce nunca bebía antes de las seis de la tarde, pero cuando empezaba, y lo hacía todos los días, su gusto por el vino blanco (detestaba los destilados) era una experiencia parecida a electrizar el cerebro y entonces dejarse ir a“una carrera cuesta abajo y sin frenos”. La bebida aparece por todas partes en su obra. Se dice también que Joyce era capaz de lograr largos periodos de abstinencia. No obstante, cuanto más deprimido estaba, más gastaba en beber el dinero que no tenía. En efecto, aunque Joyce procedía de una familia de clase media relativamente acomodada, siempre padeció carencias económicas producto de su personalidad descuidada; al conocerlo según algunos de sus contemporáneos se corría el riesgo de exponerse a un sablazo, lo que contrastaba acremente con su pedantería y su excentricidad. Joyce tenía muchas manías y era casi ciego desde niño, orgulloso, necio, despilfarrador, un cliente frecuente de los prostíbulos y para colmo miedoso y supersticioso. En su obra puede uno encontrarse de frente con la religión o con la soledad y con la identidad o la sexualidad y con la vida o el destino y que suceda en un día o en una noche.
Afortunadamente contamos con una magnífica biografía de James Joyce, escrita con soltura por Richard Ellmann, el primer catedrático norteamericano especializado en literatura inglesa de la universidad de Oxford, un gran conocedor de su vida y su obra, metido pues en el mismo berenjenal, pero a la manera de quien escribe biografías, es decir, nos cuenta todo lo que sabe, qué pasó o se supone que existía alrededor de un personaje. Joyce era un irlandés, nos dice con seguridad, que desde muy joven se entregó al estudio de lenguas y literaturas y sus lecturas fueron tan variadas que resulta difícil encontrar un solo libro de creación importante que Joyce no hubiese leído. Un irlandés convertido entonces en europeo.
Los estudiosos de la obra de Joyce coinciden, por su parte, en que las páginas de Finnegans Wake son una especie de jungla intelectual, en la que tal vez sea posible encontrar una verdad cifrada. Uno de ellos, por ejemplo, llegó a afirmar que lo estuvo leyendo por espacio de diez años y todavía trata de entenderlo. Los traductores argentinos de la editorial Cuenca de Plata, encabezados por Marcelo Zabaloy, a los que debemos un acercamiento prodigioso a esta obra de Joyce, aseguran que es inconveniente contarle al elector qué es Finnegans Wake, “ya que se trata de un libro sobre el cual se han escrito bibliotecas enteras”, a lo que agregan un dato interesante: el mayor trabajo de referencia para los traductores no está impreso, sino que es un sitio web llamado Finnegans wakeExtensible Elucidation Treasury que incluye más de 85 mil notas, una cifra que crece, por cierto, conforme los estudiosos continúan explorando el berenjenal joyciano. Aquí entra lo que algunos llaman “la paradoja de lo imposible”, es decir, lo complejo que resulta la traducción de un texto que incluye decenas de idiomas, incluidos el latín y el griego, así como neologismos y palabras sacadas de los ritos de la masonería y de la jerga coloquial irlandesa o extraídas de la lengua gaélica y las muy propias de la invención exclusiva del autor. De ahí proviene el conocido recurso de los obcecados e impotentes traductores de Joyce para, literalmente, amparase en la dura sentencia de José Ortega y Gasset: “no es una objeción contra el posible esplendor de la tarea traductora declarar su imposibilidad”. Punto y aparte.
En una carta dirigida a Joyce, Carl Jung, el célebre psicoanalista, le expresa con suficiente sinceridad: “Muy señor mío: Su Ulysses ha presentado al mundo un problema psicológico tan desconcertante, que varias veces he sido convocado como supuesta autoridad en la materia para resolverlo” … Y más adelante agrega: “no sé si podrá usted gozar leyendo lo que he escrito sobre Ulysses porque no pude evitar decirle al mundo hasta qué punto me aburrió, hasta qué punto refunfuñé, hasta qué punto lo maldije y hasta qué punto quedé admirado…Para terminar confesando: “…trato solamente de recomendarle mi ensayo como un divertido intento por de parte de un perfecto extraño que se perdió en el laberinto de su Ulysses y logró salir de él por casualidad. En cualquier caso, por mi artículo podrá usted comprobar lo que Ulysses ha hecho a un supuesto equilibrado psicólogo” …suyo afectísimo, C.G. Jung. En su ensayo, el connotado psiquiatra concluye que Joyce comienza en el vacío y termina en el vacío, como un torrente despiadado que fluye sin cesar. A él, al parecer, no le fue posible salir, o salir por completo si se quiere, del berenjenal.
Cuando Joyce avanzaba en la escritura de Finnegans wake se encontraba sumido en una de tantas lagunas de penuria que llenaron su vida, casi totalmente ciego, atormentado por la enfermedad mental de su hija Lucía, agobiado por sus gastos y afectado por un rampante alcoholismo, es justo cuando llegó a lamentar: “No veo nada salvo una pared oscura ante mi o un precipicio si se prefiere”, pero lo admirable es que se mantuvo perseverante, y justo a las puertas de la segunda guerra mundial, terminó su libro. Si para muchos Ulises había sido una novela singularmente ardua y compleja, al compararla con Finnegns Wake aquella no era más que un parvulario. El título de la enigmática obra, en torno a la que aún persisten los debates acerca, incluso, de si es o no una novela, se refiere a una vieja balada irlandesa (el velatorio de Finnegan) se trata de Tim Finnegan , un albañil nacido con amor al licor y que un día se cae de una escalera y se rompe la cabeza y en su velatorio los asistentes bailan y se emborrachan y rociado con whisky el difunto vuelve a la vida para unirse a la reunión, yapara entonces convertida en fiesta. Todos los personajes nacen y renacen en palabras que a su vez nacen y renacen, lo que explica, quizá, el doble interés de Jaques Lacan, otro padre del psicoanálisis, interesado casi febrilmente en analizar su obra y de paso continuar su desprecio hacia la “línea de pensamiento que lleva al junguismo” y lograr mejores resultados en la exegesis de Joyce. Para Lacan estamos ante la aparición de un Sinthome: “oyen, oyen pero desafortunadamente comprenden”, dice, pues se establece una poli glosa: cuya traducción se encuentra en la forma de vida humana que se toca a si misma, sin saber exactamente el significado profundo de ese tocamiento voluntario o involuntario; es el estruendo mismo de la caída, escrito en más de diez idiomas, para inventar y reinventar al padre; lo que responde a un modo de “suplir el desnudamiento del nudo”; esto es: la forma y el contenido que se unen y separan o se asocian y disocian a cada momento, para que las palabras superen el reflejo de las cosas y se conviertan de ese modo en la cosa misma; es el goce del síntoma que se atrapa o se mira a si mismo; y que se escucha, pues las palabras se leen y se escuchan unas a otras, el goce estético consiste en la cosificación de las palabras: cuando el sentido de las cosas es bailar, las palabras bailan; es la locura no la locura que triunfa en contra de si misma: “Does she lag soft fall means rest dawn” (Joyce, FW). Nada de misticismo barato.
Sin embargo, en el origen de todo ello, explica Ellman (volvamos a la biografía), ahí se encuentra el padre de Joyce, “un hombre dotado pero despreocupado (…) gran amigo de la bebida, del derroche, que llega a identificarse con su hijo James mediante algo parecido a la vida misma (…) mientras por su parte, Joyce sabía muy bien que él era, en todo momento, un hijo de su padre”. La paternidad proviene, pues, de una especie de vedad hecha de escrituras sagradas y al mismo tiempo mundanas, algo que es propio de lo sublime por divino y de lo miserablemente humano. En esa misma sincronía, para algunos estudiosos de la obra de Joyce, es imposible dejar de leer Finnegans Wake, precisamente, porque es un libro en el que se pueden encontrar todos los libros, un libro infinito. Por cierto, en el texto original en idioma inglés, Finnegans aparece sin el apostrofe que indicaría identidad, para confundirse con un plural indefinido; seguido de wake indistinto a la muerte o el despertar.Algo que evoca lo eterno, en un sentido bíblico, por así decirlo.
Al huir de los nazis, Joyce regresó a Zúrichen la Suiza neutral de aquel tiempo, era la ciudad a la que él y Nora habían llegado treinta y tantos años antes, llenos de ánimo y entusiasmo, en la que el escritor había dado rienda suelta a sus creaciones, orgulloso de su propia genialidad. En su modesto alojamiento decidió recibir a algunos de sus buenos amigos, entre ellos a Paul Ruggeiro, quien solía pasar a visitarlo, pero cuando entraba a su habitación dejaba descuidadamente su sombrero encima de la cama, por lo que Joyce siempre le reclamaba, su biógrafo recuerda así la escena: “Ruggeiro quite ese sombrero de la cama. Soy supersticioso, y significa que alguien va a morir, le dijo”. Por triste desenlace de la anécdota, pocos días después, James Joyce padeció de un intenso dolor en el vientre, debido a que la ulcera duodenal que le aquejaba se había perforado, aunque le fue practicada una cirugía de emergencia, no resistió más y murió la madrugada del 13 de enero de 1941. Tenía cincuenta y ocho años. Nunca le fue otorgado el premio Nobel de literatura, porque tal vez no era necesario ni en modo alguno importante, ni para él ni para nadie. Su obra queda como la ceguera, exactamente colocada frente a la pared oscura de los sueños, bajo la luz intensa de su indudable genialidad.